El cine en 3D también llega al bajo presupuesto
Esta mañana tenía una conversación en una distribuidora de cine y hablábamos del asunto del cine proyectado en 3D. Ése, el de las gafitas en las que dicen que ya no duele la cabeza (me perdí la proyección de Beowulf en Kinépolis, impresentable). Pensábamos que es una tecnología que tendría más cabida en cine de gran presupuesto (es más caro), que encaja en historias «espectaculares» y que no se ven en un cine más intimista, personal o cotidiano.
Nunca se sabe. Pero mientras tanto (y dado que parece que da más dinero por copia, decíamos ayer) llegan noticias de que incluso en películas de bajo presupuesto están entrando en este nuevo grial. En Variety, además de ser buenas noticias, sugieren que pueden no serlo tanto: si se está poniendo esperanza en que el cine recupere esa sensación de novedad y espectacularidad, películas menos aparatosas o de menos sensación de premium (Disney, para entendernos) pueden restar valor al producto o impedir la subida del precio de la entrada.
Qué duda cabe que la novedad, una vez superada pasará y perderá valor, como lo perdió el color (aunque a ver quién es el guapo si no se llama Scorsese o Allen de estrenar en blanco y negro). La madre del cordero es saber cómo aprovecharán los creadores la nueva tecnología para introducir soluciones narrativas irreproducibles en las dos dimensiones convencionales creando nuevas sensaciones que transporten al público a sentir eso que se llama fascinación. Pero no esa simpleza de la «sorpresa»: los primeros espectadores de aquél plano de los Lumière de un tren aproximándose a la cámara dicen que levantó al público de sus sillas por miedo al choque. Una vez que se aprende que no te atropella, es un tren que sale: narrativamente necesita algo más para conmovernos. Pues esa, esa es la cuestión que lleva a pagar la entrada.