Nueva guerra fratricida en torno al doblaje: un problema del mundo de la escasez
Aparece hoy por toda la prensa la reedición de una de las viejas batallas del audiovisual español: las posibilidades de que el contenido de las salas de cine pueda escucharse doblado al catalán ante la evidencia de que, como explican los diarios con datos, el 96,5% de las películas que se exhiben dobladas lo hacen en castellano dentro de Cataluña. Este problema suele adquirir tintes furibundos por las implicaciones políticas que tiene, nosotros vamos a verlo desde otra mirada.
Previamente, está la objeción clásica: la de que desde un punto de vista cultural, se suele decir que lo lógico es que no se doble. A más a más, y dada la dura competencia que el cine americano hace al local, pareciera más sencillo para proteger las industrias locales el que el doblaje, por el contrario, se prohibiera o restringiera (las personas mayores suelen tener problemas para leer bien los rótulos, tengámoslo en cuenta también). O que las televisiones públicas que invierten en cine local con dinero de impuestos no compraran cine de distribución internacional para emitirlo doblado. También se puede recordar que el doblaje obligatorio tiene su origen en la censura y en los tintes nacionalistas del franquismo, demonio que nadie parece tener en cuenta en sus análisis a pesar de que suele ser tenido en cuenta para muchas otras cosas.
Lo cierto es que el público español, a diferencia del de otros países, ha crecido acostumbrado a escuchar a sus estrellas favoritas con voces muy familiares, lo que suele conducir al asombroso enunciado de muchos espectadores a la salida de las salas aseverando la calidad de las interpretaciones de tal o cual actor o actriz. No seré yo el que diga que no si ellos lo piensan, pero es cierto que es una realidad de consumo irrefutable: a pesar del éxito de la versión original entre determinados sectores a eso que se llama público mayoritario no le gustan. Hacer que mis queridos sobrinos lean en una pantalla en vez de dejarse llevar es una proeza inalcanzable, algo que debiera hacer reflexionar en un país con tal déficit de idiomas.
Sin pretender cambiar el mundo, un par de notas más que son relevantes: el doblaje de salas de cine está históricamente concentrado en su mayoría en los estudios de sonido de Barcelona (el doblaje de televisión tiene otros feudos). Allá es donde está el mejor y donde fueron pioneros. La propia demanda de doblaje al catalán para televisión ha reforzado a esa industria, una demanda que sólo pueden satisfacer los estudios situados en esa ciudad que negocian periódicamente unos acuerdos de reparto de la carga de trabajo en función de una serie de baremos más o menos transparentes. Todo esto lo que quiere decir son dos cosas: una, que la mayoría de las voces más famosas para gran pantalla, suelen estar en Barcelona. Dos, que resulta técnicamente sencillísimo hacer las dos versiones: sólo cuesta dinero. Bastante, eso sí.
La última perla es que en ese sector desde hace años existe un interés claro de las distribuidoras de cine americano – que tienen sus oficinas en Madrid – en dejar Barcelona como sede de trabajo por el hecho incómodo de los traslados para supervisar los proyectos y, seguramente, porque el conflicto idiomático no es nuevo. Frente a esa tesitura, los estudios de Barcelona abrieron – algunos siempre dicen que abrirán – delegaciones o sucursales en Madrid. Ahora mismo, la mayor empresa de doblaje de España es producto de la fusión de una compañía de Madrid y otra de Barcelona: hacen cine, televisión, juegos y hasta publicidad. Estoy alejado ahora de ese mundo, pero mi impresión es que los estudios catalanes siempre han querido huir de estas polémicas y se mostraban satisfechos de dejar las cosas como estaban. Lo digo por si alguien quiere ver un fantasma de deslocalización, aunque todo puede ser.
El problema del doblaje es un caso claro de economía de la escasez que el mundo digital más o menos contribuye o puede contribuir a resolver. Fuera de las salas de cine, el problema no lo es siempre que exista una versión doblada: en un DVD, en una oferta de TDT o de cable, toda la infraestrucutura existente permite que se pueda elegir el idioma. Fuera escasez, fuera el problema. Queda el detalle de quien sufraga el coste del doblaje, pero dado que los ciudadanos catalanes aceptan que sus impuestos se dediquen a ello no debiera haber problema. Eso sí, veo improbable que los empresarios privados quieran hacer versiones en catalán, gallego y euskera de su bolsillo: hay muchos idiomas minoritarios en el mundo que no tienen ese privilegio por parte de las majors, y se subtitulan en vez de doblarse. No creo que sea fobia cultural, creo que les gusta ganar (más) dinero.
¿Las salas? Las salas son otro problema que tienen posible solución, la de dar opción al espectador. Hay tecnologías incipientes destinadas al mundo de la dependencia que podrían servir: se trata de sistemas basados en auriculares y micropantallas que permiten a los sordos leer el texto y a los ciegos escuchar la descripción de las escenas. Si una sala se equipa para prestar este servicio ya no existe problema en que incluya versiones en cuantos idiomas se le antoje al distribuidor. Pero tiene problemas. Varios.
Es incómodo. Las películas se diseñan como una experiencia visual… y sonora. No es lo mismo percibir los efectos tal y como se conciben para una experiencia de sala que para unos auriculares, además de que probablemente obligarían a todos los espectadores a llevarlos para que el sonido de la versión proyectada no hiciera engorroso el seguimiento de la historia.
En segundo lugar, hay que equipar salas. Es decir, inversiones y amortizaciones. ¿En un momento en que el problema esencial es quién va a pagar la reconversión al cine digital y en tres dimensiones se puede abordar la cuestión de, al menos, poder elegir subtitulado? Tremendo lío. Y más con una tecnología, como la de para discapacitados, que lo más que se puede decir es que está en ensayos de laboratorio.
Simultáneamente, el mundo de la cooperación crea otros milagros: en internet hay sitios que resuelven el subtitulado de casi cualquier cosa y los métodos técnicos avanzan día a día, por lo que ver versiones originales con rótulos en cualquier idioma debiera estar al alcance del público en entornos no escasos, es decir, los digitales online. Asimismo, las tecnologías de reconocimiento de voz y de conversión de voz a texto, debieran reducir todavía más el problema sin apenas costes para cualquier distribuidora o productor.
La cuestión final es que las salas de cine sí están sometidas al mundo de la escasez. Se pueden proyectar en sesiones alternativas un idioma u otro, pero queda la cuestión de si el exhibidor ingresará más o menos por hacerlo así, además de si incurre en nuevos costes. Podemos preguntarnos si son instituciones – las salas de cine – que van destinadas a su transformación para ofrecer otros espectáculos distintos. Y queda la cuestión de que, en lenguas minoritarias, no suele haber una diversidad de voces especializadas en este trabajo que no haga sentir al espectador que muchos actores son el mismo al cambiar de película, algo que, en catalán, es mucho más difícil que ocurra.
En tiempos en los que la mayoría del consumo de películas se hace en DVD y televisión, lugares donde la escasez se reduce o suprime; en tiempos donde el ocio en el hogar tiene mucho más protagonismo, si aceptamos que los poderes públicos se deben encargar de que exista libertad de elección de idiomas, parece mucho más eficiente el que ese papel se traslade hacia las tecnologías que dan opción y no a aquellas que suponen crear una escasez y cuya preponderancia viene marcada por estructuras de mercado con los orígenes justos o injustos que se quieran pero que son los que son.
La red permite subtitular y corregir colaborativamente cualquier traducción y permite asociar un subtitulado a cualquier archivo. Doblar a un actor no es una mera traducción, es un acto de reinterpretación dramática que requiere un trabajo de preparación complejo (las palabras del nuevo idioma deben encajar con el movimiento de labios de la original) y que siempre será escaso y difícil, no al alcance de cualquiera. Queda la opción de favorecer el consumo de películas sin manipular el sonido como política pública, o queda la opción de pagar el doblaje y que se ceda libremente a quien quiera usarlo.
Pero las políticas de cuotas sólo crean más escasez en vez de lo contrario: ¿cuánto tiempo duraría en la sala una de las versiones si no da dinero? ¿Cuántas salas se pueden permitir ofertar la dos? ¿Hay que obligar a elegir una? ¿Podría la sala probar un fin de semana con una y el siguiente la otra y quedarse con la más rentable? El cine no funciona así: la recaudación del primer fin de semana es crucial y ningún distribuidor se la quiere jugar: el precio del derecho y los costes de distribución y promoción son enormes. Es decir, como apunta Enrique González Macho, es probable que no se estrenen muchos títulos de públicos más minoritarios porque las consideraciones idiomáticas no crean escala y nos encontraríamos con menos diversidad en vez de lo que se pretende.
A ver qué sucede.
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