Goddard y Coppola en medio del ruido
Si no es porque anoche cambiaba mensajes cortos con Javier de la Cueva, hoy no tendría ganas de escribir esto. Supongo que nos sucede a todos que tenemos debates ya superados o terminados, con las conclusiones esenciales resueltas y a la espera de algo que, de verdad, te cambie el punto de vista. Uno piensa que sobre la cuestión de los derechos de autor ya ha escrito lo que tenía que decir, aprendido y reflexionado y que reiterarse es cansino para uno y para la supuesta audiencia de uno. Pero como también se tiene un blog para saber lo que uno mismo es capaz de pensar, hoy toca.
Con la informalidad de los ciento cuarenta caracteres y su extraordinaria limitación, interpretaciones sobre lo dicho no caben pues se corre el riesgo de tomar el rábano por las hojas. Pero el resumen de la idea era que, para un servidor, en la cuestión de acciones o agenda pública sobre la cuestión de la autoría y sus derechos, mucho más tras la previsible ola de reforzamiento de leyes de control sobre internet que supondrá la cuestión Wikileaks, consiste en plantear el debate al revés: puesto que el liderazgo de la reforma está puesto en marcha por los afectados y los opuestos a ella aspiran a que los resquicios legales de una interpretación de la autoría se queden como está, en realidad se debe plantear la reforma a la inversa: qué propiedad – si el término es válido, que en mis conclusiones no lo es – es la que queremos y que se ratifique, en su caso, lo que se desea que sea legal como legal y no un resquicio.
Javier, con sorna, me llamaba la atención sobre la dificultad de generar un debate sereno en este estado de belén-esteban-permanente (este calificativo es mío) y con los embajadores ejerciendo sus presiones. Sí, una ilusión como otra cualquiera. Pero no pierdo el entusiasmo. Pensar que la comunicación de masas es capaz de tratar este asunto con un mínimo de rigor sólo lleva a pensar, dados los resultados, cómo será de triste todo lo demás que tratan. Que no decaiga, en todo caso. Porque, ¿qué pasa si autores prominentes, de los de la élite, de los que se supone que el sistema vigente hace bandera de su necesidad de protección, amamantamiento y bandera intelectual plantean dudas profundas sobre los aspectos filosóficos y prácticos del sistema? ¿Qué pasa cuando la responsable política número uno de la cuestión, autora ella misma, tiene que enfrentarse a argumentos esgrimidos por su propio gremio de autores consagrados y amados?
No se sabe ni se sabrá. Habrá resúmenes de prensa que le pasarán la cuestión, supone uno. Pero las reflexiones que produce en la intimidad de la soledad del político y de su ego (que quiere decir su yo por entero, no únicamente su perspectiva autocéntrica) seguramente nunca se conocerán. Y merecería poder discutir con un café y un croissant sin las luces de los fotógrafos, por puro amor al (auto)cuestionamiento intelectual. Como punto de partida, las opiniones de Coppola o Jean Luc Godard tienen el valor de ser de quienes son, la legitimidad de su reputación y como afectados, aunque por supuesto pueden estar perfectamente equivocados y es una postura ciudadana más.
Desayuno con Coppola inserto en un mar de dudas: «Como entramos en una nueva era, quizás el arte sea gratis, quizás los estudiantes tienen razón y deberían tener derecho a descargarse películas y música. Me van a matar por decir esto, pero quién ha dicho que el arte tiene que costar dinero y por lo tanto quién dice que los artistas tienen que ganar dinero». La confusión entre arte, creación y dinero, interesada o no, es permanente y él, como modestamente un servidor, lo tiene claro: «¿Quieres tener éxito, ser rico y famoso, y que todo el mundo te invite a festivales de cine, o quieres hacer películas preciosas y bellas, que revelen humanidad en cierto modo, y que sean útiles? Son dos maneras distintas de hacer las cosas». Nos queda la cuestión de si ese deseo de hacer cosas bellas tiene que ser pagado necesariamente con impuestos o hay otras formas por poco gratas que sean. En todo caso, la reflexión de primer nivel, arte e industria, ya está hecha, con su conflicto. Nada nuevo, pero necesario volver a ella en este estado de disrupción. Y me refiero a las preguntas de calado para el nivel político.
La otra noche, en cambio, cenaba con Jean-Luc Godard, ese icono. El reportero inquiere, diría que asombrado, ante la osadía de poder usar imágenes de otro. Godard tiene un discurso profundo, de los que no vemos en ningún responsable político o medio de masas (¡claro!): Si tuviera que responder legalmente por la apropiación de esas imágenes, contrataría a dos abogados para que actuaran de formas distintas. Uno defendería el derecho de cita, que apenas existe en el cine. En literatura se puede citar extensamente. En el libro sobre Henry Miller que escribió Norman Mailer hay un 80% de Miller y un 20% de Mailer. En la ciencia, ningún científico paga derechos por utilizar la fórmula elaborada por un colega. Esto es un derecho asumido que en el cine, sin embargo, no existe. El derecho de autor realmente no tiene razón de ser. Yo no tengo derechos. Al contrario, tengo deberes.
No dice los deberes, pero en este caos de ideas complejas, precisamente los derechos morales que recoge el derecho tradicional se me antojan más importantes que nunca. Porque un deber es citar la fuente, como haría un científico. No se queda ahí:
-Estoy en contra de la ley Hadopi, por supuesto. No hay propiedad intelectual
Lo importante serían los contextos y el viaje intelectual del por qué un autor como Godard llega hasta allí. Porque puede haber multitud de vericuetos. Vericuetos que uno ha explorado a su manera para llegar a conclusiones parecidas. Llegar a ellas plantea muchas preguntas nuevas. Claro que sí. Entre ellas, cómo vivir en un mundo esquizofrénico en el que algo queda cuestionado no sólo filosóficamente, sino que la tecnología lo convierte en cuestión de necesaria reflexión y autocrítica. Si no, los embajadores no se entretendrían tanto. La cuestión es que si artistas principales plantean estas cuestiones, artistas que son la razón de ser teórica de lo que se nos propone, un diálogo con políticos y portavoces de la industria no puede terminar con la descalificación de la alternativa. Con el delirio de que hablamos de robos y armagedones, hablamos de repensar lo que se ha hecho en tres siglos. Ingenuidad de mañana de sábado: es obvia la incapacidad de los medios de masas para tratar esta cuestión con un mínimo de profundidad, como es obvia la imposibilidad de que un político con criterio lo hiciera con tipos semianónimos escribiendo por la red, o que se haga en ámbitos académicos solventes.
En fin, remato: con la cuestión del cablegate, de nuevo el protagonismo de las voces destacadas de la red se lleva a discutir sobre los resquicios legales y no sobre la esencia. Además de que se hacen portavocías universalistas – es humano – que dan sólo versiones parciales de la alternativa al modelo actual. Que, debe decirse, en su mayoría no cuestionan la existencia de propiedad, sólo aspiran a dejar libres los usos sin ánimo de lucro (como si el lucro fuera malo por sí mismo) y retirar algunas restricciones y procedimientos, en especial los del sistema de recaudación. Una de mis conclusiones personales es que, a todo esto, se debe añadir un tratamiento lógico de quienes han hecho inversiones valoradas con un marco legal que es el que es, supuesto el hecho de que, al final, se va a otra cosa. Y pongo fin a las ingenuidades.
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