Uno de mis profesores de Hacienda Pública nos insistía en el contexto social que rodeaba a la imposición: las cargas sobre la población debían tener un grado de aceptación suficiente para que la pervivencia de un impuesto fuera posible. Ejemplos, tenemos. Poca gente discute el IRPF, aunque sí discuta cuánto ha de ser. Normalmente, en este punto alguien recuerda que el canon no es un impuesto técnicamente hablando, pero creo que todos nos entendemos. Es difícil no asumir que, en estos términos, estamos frente a un fracaso absoluto. Sumado al desastre jurídico, no hay mucho que añadir. De poco vale insistir en que se da la razón al motivo de su existencia y que hace mucho que existía: lo que se percibe es que no se pone la misma energía en solucionar lo que el canon resulta que no puede hacer y sí mucha en perseguir descargas, como si la ley siempre cayera del mismo lado. Si esto es un pensamiento inexacto es también lo de menos: importa lo que la gente cree. Se me hace cuesta arriba pensar que lo que llamamos industrias culturales pueda vivir toda su vida sin contar con suficiente legitimidad frente quienes la soportan. El servicio militar tenía todos los parabienes legales – y sigue en la Constitución – hasta que una generación decidió no ir y los políticos se unieron al sentimiento social.