Escuché en la radio de hace muchos años a alguno de los (ahora) viejos grandes presentadores de la efe-eme musical comentar acerca de un tema que es todavía más viejo siquiera por olvidado: el valor cultural de la música pop y rock, la comparativa odiosa o tediosa con la gran música llamada clásica pero que podía ser barroca y no era otra cosa que la considerada culta. La conclusión del hombre fue que si Mozart o Beethoven vivieran hoy – es decir, en la eclosión juvenil de los ochenta, ya muy evolucionada por lo que se refiere a semejantes movimientos – irían corriendo a conocer los instrumentos que se usan en el presente. ¿Cómo se hace para que lo que hace – hacía – Bergman subsista en el tiempo que viene? Era la especie de pregunta de un intercambio de opiniones del almuerzo de ayer. Es el tipo de cuestiones que se generan con personas inteligentes al observar lo que hoy es moda, transición tecnológica o, casi más propiamente, cambio de mundo: el temor o la duda sobre la persistencia de manifestaciones culturales que eran y son la quintaesencia del modelo cultural previo a la disrupción digital colocada en redes. Es reiterado decir aquéllo de que nada termina de morir y que todo está tan transtornado que ni llegamos a vislumbrar la salida del mundo actual, ese generador de lágrimas de todos los que tienen que perder, pero me acordé del locutor de radio y concluí la conversación diciendo: seguramente si Bergman tornara a tener veinte años estaría corriendo a ver qué se puede hacer con un videojuego o con la narración planificada entre medios.