«La carga de la prueba recae en aquellos que quieren el monopolio, no en lo que los queremos eliminar». La sentencia de Jesús Fernández-Villaverde en Nada es Gratis es, esencialmente el nudo de la cuestión sobre la propiedad intelectual: se tiene que demostrar que la cultura y la innovación no existiría sin ella y no lo contrario porque no es una propiedad tal y como se quiere presentar por la conspiración por el sostenimiento de privilegios comerciales. Hay una segunda sentencia mucho más importante para el contexto en el que estamos: «Son los defensores del sistema actual los que están en minoría en el mundo académico. Se aferran a una concepción anticuada de la innovación y lo que es peor, ni saben historia económica ni entienden los problemas de incentivos existentes». Un servidor ha insistido muchísimas veces en lo desenfocado del debate de la propiedad intelectual y cree dos cosas que no son de las que gustan: una, el debate de los líderes de opinión de la red anda más perdido que un pulpo en un garaje sobre los límites de lo gratis y las creative commons y, dos, que es tiempo de sacar a los abogados de esta discusión y dejarla en manos de economistas y filósofos. La contaminación de las prácticas mercantiles por la existencia de toda una estructura institucional y empresarial organizada en torno a la gestión de un monopolio es tal que pensar que se puede vivir de otra forma y asumir los costes de adaptación es una proeza bastante reseñable. Por eso los medios llaman a abogados a discutir y – lo sepan o no – a adoctrinar, cuando no se trata de saber lo que dice la ley, sino si la  ley sirve o si tiene que ser diferente o, por qué no, inexistente. En otras palabras: que si el abogado dice que es ilegal, es irrelevante. Se trata de saber cómo se incentiva mejor la creación y la innovación por sí mismas, y no si sirve para que los dueños de videoclubs y editoriales se ganen la vida. (P.S.: ¿Y qué dirá Wert?)