Mucho se ha movido el artículo que The Economist ha publicado acerca de los pobres resultados de Europa como creador de grandes empresas en las últimas décadas: resulta que desde los años setenta sólo ha sido una y se llama Inditex. La pregunta de fondo es por qué alemanes, franceses, británicos, españoles y todos los demás no logran lo que California, tan grande como cualquier país europeo, sí ha conseguido en esos mismos años y que son nada menos que veintiséis en esa categoría de empresas grandes. Tampoco parecen los europeos tan listos como los israelíes y su fuerte presencia en el NASDAQ. ¿Por qué cuento esto? Porque en ese mismo artículo – fechado, además de en otras ciudades también en Madrid y que huele a Martín Varsavsky como fuente por todos lados – aparece el caso olvidado hoy de Anil de Melo y Mobuzz. Pocos recuerdan ya el servicio y su polémico cierre, pero una de las cosas de los elementos de debate fue la legislación española sobre los pagos a empleados en casos de quiebra. Es decir: el riesgo de fallar y estar condenado por ello durante años por los costes de los despidos es enorme en Europa (incluyendo los que se dan en circunstancias normales y que hacen difícil para nuevas empresas contratar talento con experiencia). Además de Mobuzz, hubo otra pérdida histórica, la de Nikodemo, enfrentada a serios problemas de falta de financiación adecuada y de estructuras de inversores capaces de entender y empujar un producto de entretenimineto de enorme éxito. El valor de todo ello hoy es el tipo de mentalidad que seguramente nos rodea: un extremado pudor hacia el riesgo y un enorme conservadurismo ante las posibilidades de lo nuevo. ¿Qué interés tiene todo esto? Contemplar las reacciones del lanzamiento de Carmina o Revienta permiten ver la misma prudencia que esconde la aversión total a cambiar, a innovar y a explorar el potencial del nuevo territorio descubierto para eliminar muchas de las limitaciones anteriores. Como señalaba Xavier Vives hace pocos días, hay un estado social en el que «la gente piensa más en defender derechos adquiridos que en cómo generar la riqueza necesaria para hacer efectivos estos derecho», algo que podemos trasladar al intento desesperado de agarrarse a las distribución y producción tradicional preservando las mismas carencias e inercias que hacen de Europa no sólo incapaz de crear grandes empresas de nuevas tecnologías, sino hacer posible el sueño de sus legislaciones de protección cultural: lograr una presencia en el mercado capaz de competir con el entretenimiento americano. El pensamiento radical sí parece ser posible ser encontrado en el resto de Europa, pero en nuestros pecios pensar en radical (lo que sería olvidar las premisas del siglo XX para encontrar nuevas ventajas competitivas en el siglo XXI) es, simplemente, hacer apuestas por el desprecio: esa insistencia en que todo son excepciones y que no vale para la mayoría (sea crowdfunding o distribución directa por internet) esconde el deseo de no cambiar nada. Dicen en The Economist que en Europa somos buenos abriendo peluquerías y tiendas de la esquina.