La obscenidad del reparto de licencias de televisión no es nueva, pero el último capítulo ha sido especialmente entretenido. Primero Mediaset se hace con las licencias en abierto de Prisa por pura rendición. Luego, en una segunda claudicación, Imagina se entrega a Antena3. Pero, el anteriormente llamado Tribunal de Defensa de la Competencia (que ni era tribunal antes, ni lo es ahora, es decir está a las órdenes del gobierno de turno) decide que la competencia peligra. Bueno, no es que peligre, es que no existe. Una cosa es que haya competición (a ver quién pilla más de la bolsa de publicidad) y otra que haya competencia: lo segundo implica que haya una significativa libertad de concurrencia. Tras decir que peligra, se monta un pollo. Si eso es lo que sale en público, imagínense el pollo en privado, en las llamadas y cenas donde el concurso de belleza que es la televisión (pública y privada) se arregla en función de quién la tiene más grande. La amistad, que dinero siempre hay para esto. Al final, todo se arregla, claro, no se esperaba otro final. Para la redactora de El País, el colapso del telestado del bienestar, se explica con palabras como “botín”, naturalmente más opinativas que factuales, aunque sea un botincillo que, por supuesto, también se reparte entre fuerzas que miden su eficacia por el tamaño de sus amistades. Este es el subproducto del orden industrial de la televisión que, con más o menos dignidad técnica y editorial (la de aquí, bastante más lamentable de lo que a cualquiera le gustaría), ha poblado y puebla el mundo: vestido de tintes paternalistas, estratégicos, propagandísticos y presuntos valores educativos y democráticos, el mundo basado en la escasez de espectro no genera ni el paraíso público que tantos esperan, ni un mercado en condiciones de ese nombre. La tecnología ha cambiado y la proverbial ausencia de pensamiento radical está plenamente ausente de la discusión social: si existe una tecnología que elimina la necesidad de crear cuellos de botella que impiden la libre concurrencia de cualquiera para producir y emitir imágenes y evita la necesidad de un mercado intervenido, ahorrando en el camino dinero de impuestos y evitando que políticos y empresarios terminen con la meritocracia que supone el libre mercado, ¿no habría que viajar hacia ella como programa por mucho que aún no se dé toda la infraestructura técnica? Y uno cree que son precisamente los que más creen en lo mejor que puede realmente hacer una televisión pública los primeros que debieran dar el paso para esa transición tecnológica nada inocente desde el punto de vista de las relaciones de poder.
28 agosto, 2012 9:16 AM
1. Escrito por Mercedes
28/Ago/2012 a las 2:31 PM
El problema que yo veo a la “frecuencia libre” que representa internet es que el coste de transmisión de un minuto, dependiendo del número de personas conectadas a ese minuto, puede ser extraordinariamente más costoso. Es la barrera que veo, como productora a pequeña escala la padezco, a grades ya sabemos lo que significa…
2. Escrito por Gonzalo Martín
28/Ago/2012 a las 3:14 PM
Hombre, es una objeción muy pequeña.
A saber:
a) La “masificación” es todo lo contrario a lo que debemos esperar, que es la clusterización y verticalización de los consumos. La masa se apoya en el mínimo común denominador del gusto, que para ver el fútbol no es tan malo. Para todo lo demás, bueno no es. Dicho sin hacer ingeniería social. Además, cuanto más masas se puedan alcanzar por un simple productor, menos oportunidades para el pequeño. La cuestión es cuál es el tamaño mínimo de público que puedes rentabilizar para tu modelo de negocio. Y ahí, que cada uno busque lo suyo. Para los grandes, un modelo así es un trago. Y tendrán que aliarse con pequeños. Como, de hecho, hacen ya: lo que pasa es que la maquinaria de distribución y marketing está tan controlada que has de pasar por ellos.
b) El coste del ancho de banda se reduce cada vez más. Es decir, el umbral de conexiones simultáneas sube cada vez más. Pero no sólo es un problema de simultáneas: casi todos los consumos pueden ser bajo de demanda y no requieren del directo que es donde surgen más problemas de concurrencia. O los de ver cine el sábado por la noche, acusación típica a Netflix. Como los derechos están muy controlados, pocos operadores ofrecen la misma película, mismo problema del espectro, concentrando la demanda en un punto.
c) Al final, los costes son lo de menos. Lo que importa es la opción. El pequeño productor no tiene sitio ahora. Y los costes serían más o menos iguales para todos. Ahora lo que sucede es que tengo una patente de corso. Y es una confabulación de clase política con grupos oligoolísticos que en nombre de la democracia y el buen gusto cierran el mercado. También con lo público, que forma parte del mismo engranaje.
La cuestión, por tanto, no es el coste de transmitir, que es para todos casi igual, es la libertad de hacerlo. Aquí la objeción suele venir por si determinados productos no serían rentables. Yo creo que si vemos la sociedad red en su conjunto, eso no pasaría: sólo hay que ver lo que puede recaudar un videojuego antes de lanzarse. O lo que artistas consolidados pueden conseguir con sólo anunciar que van a pedir al público que les ayude.