Mi amigo Juanjo Carmena añadía un punto a un reciente y valioso post en su blog acerca de la transformación del equipamiento doméstico al respecto de lo que es la televisión que viene. La lectura es recomendada, pero quiero salirme de lo esencial del post para centrarme en una de las ideas que lanza Juanjo. Idea controvertida porque está en el centro más virulento del debate social y no digamos del debate cibernético.
Dice Juanjo:
No me creo un mundo sin copyrights. Porque si existe un mundo donde no existan los copyrights, la gente que sabe de contenidos se quedará sin recursos. Perderá mucho dinero, claro, pero los que puedan se irán allí donde puedan rentabilizar su talento. A la publicidad, por ejemplo, y entonces las series de TV serán meros vehículos para el product placement, o a sitios superprotegidos, a los que tendrá acceso poca gente. A la larga el usuario pierde sin los copyrights. Porque los derechos de propiedad intelectual habilitan los modelos de negocio que hacen que el talento quiera dedicarse a generar contenido
Sin duda hay mucha gente que podrá discutir sobre esto centrándose en si tiene sentido moral o no el monopolio de los creadores sobre su obra, el valor de determinadas formas de licencia de la propiedad intelectual, no digamos el caso de las patentes si son de software, etcétera. Podemos argumentar que el que una serie de televisión sea un mero vehículo para el product placement (el branded entertainment, o lo que sea) no tiene por qué ser malo en sí mismo. Ni quiere decir que no haya gente que encuentre otras formas de negocio liberando un contenido. Para mi el punto de reflexión es, pase lo que pase, que la formulación del copyright tal y como está entendida hoy, simplemente, no le sirve a la sociedad.
Es decir, lo que parece acuciante es que determinadas concepciones del copyright sean reformadas porque no se puede convertir a la sociedad en un estado policial en el que haya instituciones que se dediquen a vigilar constantemente si los usos que hace la gente de los contenidos oficialmente protegidos (
yo no lo llamo cultura, lo llamo información, ya veremos si eso es cultura y de qué) se atienen a los extraños requisitos que adquirieron en el siglo XX. Es una especie de ley seca en la que todo el mundo bebe y fabrica alcohol de mala calidad mientras la policía se corrompe persiguiendo a bebedores y traficantes.
Seguramente
la SGAE tiene muchas matizaciones que hacer, pero tomaremos l
as informaciones que publica el diario ABC como punto de partida: sabemos ahora que la institucion es condenada por grabar vídeos en bodas para utilizarlos como prueba de la carencia de pago de los derechos que sean. En las bodas, claro, se toca o se pone música. Creo que todos consideramos esto de las bodas como uno de los actos privados más privados – valga la redundancia – que pueda haber: es por invitación y no por afluencia pública. Pero a pesar de todo, si suena música, al no caber en tu casa tus amigos y familiares, se considera comunicación pública.
Es paradójico: si cojo una guitarra en mi casa, llamo a mis amigos y toco una canción de Serrat, no tengo que pagar a nadie. Si hago una fiesta y pongo discos (por los que he pagado o no) mis amigos se divierten (junto con algunos que se cuelan, claro, como en las bodas) no tengo que pagar a nadie. Pero si para celebrar los mismos actos privados tengo que recurrir a un salón y pago a otros porque toquen, le debo dinero al autor. Si toco yo en vez de una orquesta, supongo que también. Y si me llevo los discos de casa en vez de usar los que tenga el local, parece ser que también. El acto es el mismo: uso música con mis amigos en un entorno privado porque no es abierto al público en general, aunque tenga que recurrir a un establecimiento hostelero.
Simplemente, esta concepción del copyright no tiene sentido. Es socialmente incontrolable e injustificable. Y si se confirma – parece que son sentencias – que
se usan vídeos de invitados para perseguir a salas y familias en sus bodas, algo no funciona (¿todos podemos grabar de todos y hacer uso de las imágenes como queramos?, razonamiento que SGAE debería emplear en su favor y no para perseguir). Es como el sistema decimonónico de Sarkozy y el pom, pom, pom, a la puerta por tres veces para que seas un buen chico y no descargues nada que alguien dice que no se debe.
Ray Bradbury imaginó un mundo en el que los gobiernos
prohiben y queman todos los libros. En la historia, la sociedad reaccionó escondiéndose en los bosques y aprendiéndose los libros de memoria. Uno piensa que por mucho que quieran controlar, no van a poder evitar que los usuarios empleemos los llamados contenidos de muchas maneras que antes no estaban previstas. Y que perseguir a la población por ello sólo conduce a que no se consiga nada de las pretensiones originales.
P.D.: Nada como esta cita de Truffaut recogida en
el artículo de la wikipedia dedicado a la versión cinematográfica de Fahrenheit 451:
«Los abogados hollywoodenses de la Universal querían que no se quemaran los libros de Faulkner, Sartre, Proust, Genet, Salinger, Audiberti…: «Limítese a los libros que pertenezcan al dominio público», dicen por temor a eventuales procesos. Eso sería absurdo. He consultado a un abogado de Londres que afirma: «Ningún problema. Tiene usted todo el derecho de citar todos los títulos y autores que quiera». Habrá tantas citas en ‘Farenheit 451’ como en los once films de Godard juntos… Sólo hoy me he dado cuenta de que es imposible dejar caer los libros fuera de cuadro en esta película. Debo acompañar su caída hasta el suelo. Los libros son aquí personajes, y cortar su trayecto equivale a dejar fuera de cuadro la cabeza de un actor. Notaba que algunos planos de la película eran malos desde el principio y ahora comprendo que era a causa de esto.»
¿No es de coña?
P.D. 2: me levanto en la mañana y veo unas noticias de Telemadrid donde desmontan la peripecia de una agencia de detectives pillada con las manos en la masa y una dinámica propia del inspector Clouseau y no de la mística de John Le Carré investigando a posibles defraudaroes del cánon. Contratados por SGAE, claro. En principio, es un tipo de actuación legítima: todo el mundo tiene derecho a defender sus intereses, y la investigación privada está para eso. Pero, ver que una entidad semipública (ojo, es semipública, no privada, en un limbo mercantil extraño o dudoso, legítimo para cuestionar aspectos de su moralidad) que tiene el derecho, el privilegio o la prebenda (cada cual lo miramos con una palabra) de recaudar un cánon, tasa, impuesto o lo que sea (vale, pulpo, no es un impuesto) que les concede un texto legal y que se encargue de investigar ciudadanos grabándoles o mandándoles espías… pues que no tiene sentido. Súmese a ello el ministerio de cultura de que sólo informa, con el dinero de todos, de una única forma de propiedad intelecutal. Dinero, por cierto, con el que subvenciona los espectáculos y obras de los mismos que luego recaudan por este mecanismo. Es un inmenso y truculento disparate que no tiene sentido en la vida de hoy. Sin perjuicio de que es necesario un marco legal para que las inversiones en «contenidos culturales» (eso quisieran, que fueran siempre cultura) sepan a qué atenerse. Ruego también a los defensores de la «cultura libre» que reparen en sus cabreos cuando no son enlazados o no son mencionadas sus autorías cuando alguien hace uso del contenido que han «liberado». En definitiva, un edificio, el de la propiedad intelectual, que está repleto de vigas en mal estado.