La industria audiovisual siempre ha sido cuestión de estado: desde la propaganda a la identidad cultural, pasando por la protección comercial a la dura competencia de las estructuras elefantiásicas de la gran industria comercial norteamericana, la intervención de los gobiernos siempre ha tenido excusas. En América Latina se quejan de la carencia de soporte gubernamental a la actividad, de crear unas bases de apoyo para desarrollar una actividad de tanto riesgo y tan necesitada de economías de escala. A la vista de la enorme maquinaria de incentivos internacionales, o de las legislaciones proteccionistas de todos los estados, tienen un verdadero caso.
Con todo, una parte de la mirada que yo he pretendido aportar en Cinergia es que se trata de obtener libertad y no esperar a que gobiernos o publicitarios resuelvan el problema de la financiación, sino de aprovechar la apertura que la democratización de la tecnología permite para encontrar un camino propio. Difícil, complejo, titánico, carente de glamour. Pero seguramente siempre mejor que la espera a que estructuras con tendencia al monopolio o el favor gubernamental den permiso o su luz verde para que lo que quieres contar sea posible. Eso sin hablar de las desmesuradas restricciones a la creatividad que el derecho de la llamada propiedad intelectual introduce precisamente con el aval de los gobiernos. Precisamente, cuando es muy probable que la sociedad red ponga en entredicho los conceptos territoriales y nacionales a los que estamos acostumbrados.
Acompaño una breve explicación de Francisco Quezada, subdirector de la escuela de comunicación Mónica Herrera de El Salvador, un hombre que carga sobre sus hombros la compleja historia reciente de Centroamérica y de sus esfuerzos por disponer de un audiovisual propio.